“… ¿Cómo hemos de
tornarnos conscientes? Observando, con mirada alerta y desinteresada, el
funcionamiento de la mente, sin censurarla de inmediato, sin controlarla,
negarla ni juzgarla. La actual avidez por juzgar, censurar, no proviene de la
comprensión; surge del anhelo, del temor. Hay una profunda y fundamental
transformación del ser cuando se comprende el proceso del anhelo. La
comprensión trasciende la mera razón o las emociones. La mente-intelecto es en
la actualidad el instrumento del anhelo, con su racionalización y sus deseos
expansivos en flujo permanente; confiar exclusivamente en ella para la
comprensión y el amor, es continuar en la ignorancia y el sufrimiento.
… Así, pues, para
comprenderse a sí mismo, usted debe verse primero tal como es, no influido por
el pensamiento egoísta o no egoísta. A fin de comprenderse, debe crear un
espejo que refleje fielmente lo que usted es. No nos gusta crear en nosotros
una facultad así que nos refleje puramente, sin prejuicio alguno, porque lo que
nos interesa es juzgar y cambiar las cosas. El cambio depende del medio en el
cual se nos ha educado. Si somos personas religiosas, habremos de cambiarnos
conforme a nuestros dogmas y conceptos religiosos. Si pensamos en términos
sociales, el cambio responderá a la moralidad social. Pero para comprendernos
clara y plenamente, debemos percibirnos tal como somos, sin prejuicio, sin
condenación alguna. El percibir con esa claridad, sin prejuicios, exige un
constante estado de alerta, una peculiar pasividad vigilante que necesita
paciencia y cuidado.
… Para comprender, no debemos juzgar o
comparar, aceptar o negar, porque toda identificación impide esa pasiva
conciencia alerta, único estado en el que tiene lugar el descubrimiento de lo
verdadero, descubrimiento creativo y liberador. Si la mente se halla pasiva y
negativamente alerta, está abierta a la percepción y es capaz, entonces, de
descubrir las cosas que la esclavizan, las influencias o ideas que la limitan
y, de ese modo, puede liberarse de ellas.
… Tenemos que comprender el deseo; y es muy
difícil comprender algo que es tan vital, tan exigente, tan apremiante, porque
en la satisfacción misma del deseo se engendra la pasión, con el placer y dolor
que la acompañan. Y si uno ha de comprender el deseo, es evidente que no debe
haber opciones. Uno no puede juzgar el deseo como bueno o malo, noble o
innoble, ni decir: «Conservaré este deseo y rechazaré aquel otro». Todo eso
debe ser descartado si hemos de descubrir la verdad del deseo, su belleza, su
fealdad o cualquier cosa que el deseo pueda ser.
… Es obvio que hay ciertas necesidades físicas, alimento, vestido, albergue, y todo lo demás. Pero ellas nunca se convierten para él en apetitos psicológicos, en cosas sobre las cuales la mente se erige como centro de deseo. Más allá de las necesidades físicas, cualquier forma de deseo, de grandeza, de verdad, de virtud, llega a ser un proceso psicológico por el cual la mente elabora la idea del “yo” y se fortalece en el centro. Cuando veáis este proceso, cuando os deis realmente cuenta de él sin oposición, sin un sentido de tentación, sin resistencia, sin justificarlo ni juzgarlo, entonces descubriréis que la mente es capaz de recibir lo nuevo, y que lo nuevo nunca es una sensación; por lo tanto, no puede jamás ser reconocido, experimentado nuevamente. Es un estado de ser en que la creatividad adviene espontáneamente, sin que intervenga la memoria; y eso es la realidad.
… Debemos aprender a
observar nuestras acciones, nuestras creencias, nuestros pensamientos e
ideales, observarlos silenciosamente y sin juzgarlos, sin interpretarlos, como
para ser capaces de discernir su verdadero significado. Primero debemos tomar
conciencia de nuestros propios ideales y deseos, de nuestras búsquedas, sin
aceptar ni condenar nada como correcto o equivocado. En la actualidad, no
podemos discernir qué es verdadero y qué es falso, qué es perdurable y qué es
transitorio, porque la mente se halla tan mutilada por los deseos que ella
misma ha creado, por sus propios ideales y escapes, que es incapaz de tener
percepciones genuinas. Por lo tanto, en primer lugar, debemos aprender a ser
observadores silenciosos y equilibrados de nuestras propias limitaciones y fricciones
que son causa de dolor.
… ¿Puede la mente darse cuenta sin juzgar?
¿Puede limitarse a prestar atención desapasionadamente y observar de ese modo
los propios pensamientos y sentimientos en el espejo de la relación con las
cosas, las personas y las ideas? Esta observación silenciosa no genera un
distanciamiento, un frío intelectualismo, sino todo lo contrario. Si quiero
comprender algo, evidentemente no debe haber ninguna condena, no debe haber
ningún juicio comparativo. Eso, sin duda, es simple. Pero creemos que la
comprensión resulta de la comparación, por lo que multiplicamos las
comparaciones. Nuestra educación es comparativa, y toda nuestra estructura
moral y religiosa consiste en comparar y condenar.
… Ustedes tienen que examinar voluntariamente la vida que viven, sin decir esto está bien o esto está mal; simplemente, mirar. Cuando miren de ese modo, descubrirán que miran con ojos llenos de afecto, sin condenar ni juzgar, sino con atención. Se miran a sí mismos con atención y, por lo tanto, con un afecto inmenso; sólo cuando hay gran afecto y amor puede uno ver la vida en su totalidad.”