“… ¿Por qué dependemos? Psicológicamente,
internamente, dependemos de una creencia, de un sistema, de una filosofía;
pedimos a otro que nos indique una forma de conducta; buscamos instructores
para que nos muestren un estilo de vida que pueda brindarnos cierta esperanza,
cierta felicidad. Así, siempre vamos en busca de alguna clase de dependencia,
de seguridad, ¿no es así? ¿Puede la mente liberarse alguna vez de este sentido
de dependencia? Lo cual no quiere decir que la mente deba tratar de alcanzar la
independencia; eso es solo la reacción a la dependencia. No hablamos de
independencia, de libertad con respecto a un estado en particular. Si somos
capaces de investigar sin la reacción que implica el procurar librarnos de un
estado particular de dependencia, entonces podemos penetrar más profundamente
en ello.
Aceptamos la necesidad de la dependencia,
decimos que es inevitable. Jamás hemos cuestionado todo el asunto, por qué cada
uno de nosotros busca alguna clase de dependencia. ¿No es porque, en el fondo, lo
que realmente exigimos es permanencia, seguridad? Hallándonos en un estado de
confusión, anhelamos que alguien nos saque de esta confusión. Por eso, estamos
siempre interesados en cómo escapar del estado en que nos encontramos, o en
cómo evitar tal estado. En el proceso de evitarlo, estamos obligados a crear
alguna clase de dependencia, la cual se convierte en nuestra autoridad. Si para
nuestra seguridad, para nuestro bienestar interno dependemos de otro, esa
dependencia da origen a innumerables problemas; y entonces tratamos de resolver
tales problemas, los problemas del apego. Pero jamás cuestionamos, jamás
investigamos el problema de la dependencia misma. Quizá si pudiéramos, inteligentemente,
con plena percepción alerta, investigar esta cuestión, seríamos capaces de
descubrir que la dependencia no es en absoluto el problema, que ella es tan
solo un modo de escapar de un hecho más profundo.
… El renunciamiento, el autosacrificio, no
es un gesto de grandeza para ser exaltado y copiado. Poseemos porque sin la
posesión nada somos. Las posesiones son muchas y muy variadas. Uno que no posee
cosas mundanas puede estar apegado al conocimiento, a las ideas; otro puede
estar apegado a la virtud, otro a la experiencia, otro al nombre y a la fama,
etc. Sin posesiones, el «yo» no existe; el «yo» es la posesión, los muebles, la
virtud, el nombre. En su miedo a no ser, la mente se apega al nombre, a los
muebles, al mérito; y abandonará estas cosas con el fin de alcanzar un nivel
superior, siendo eso superior lo más gratificante, lo más permanente. El miedo
a la incertidumbre, a no ser, contribuye al apego, a la posesión. Cuando la
posesión es insatisfactoria o penosa, renunciamos a ella por un apego más
placentero. La máxima posesión satisfactoria es la palabra Dios, o su
sustituto, el Estado.
…
En tanto tenga uno renuencia a ser nada, que es lo que ocurre con ustedes, debe
inevitablemente engendrar dolor y antagonismo. La buena disposición a ser nada
no es una cuestión de renunciamiento, de esfuerzo interno o externo, sino de
ver la verdad de lo que es. El hecho de ver la verdad de lo que es
nos libera del miedo a la inseguridad, del miedo que engendra apego y nos lleva
a la ilusión del desapego, de la renunciación. El amor a lo que es, es
el principio de la sabiduría. Solo el amor comparte, solo en el amor hay
comunión; pero el renunciamiento y el autosacrificio son los caminos del
aislamiento y de la ilusión.
Solo existe el apego; no hay tal cosa como
el desapego. La mente inventa el desapego como una reacción a las penas del
apego. Cuando reaccionamos al apego volviéndonos «desapegados», nos apegamos a
alguna otra cosa. Por lo tanto, todo ese proceso es un solo proceso de apego.
Nos apegamos a nuestra esposa o a nuestro marido, a nuestros hijos, a las
ideas, a la tradición, a la autoridad y demás; y nuestra reacción a ese apego
es el desapego. El cultivo del desapego es la consecuencia del dolor, de la
pena. Queremos escapar del sufrimiento que genera el apego, y nuestro escape
consiste en encontrar algo a lo que pensamos que podemos apegarnos. Así que
solo existe el apego, y es una mente tonta la que cultiva el desapego. Todos
los libros dicen: «Desapégate», pero ¿cuál es la verdad en esto? Si uno observa
su propia mente, verá una cosa extraordinaria, que, al cultivar el desapego, la
mente termina por apegarse a alguna otra cosa.
… Somos las cosas que poseemos, somos
aquello a lo que estamos apegados. El apego carece de nobleza. El apego al
conocimiento no es diferente de cualquier otra afición gratificadora. El apego
es ensimismamiento, ya sea en el nivel más bajo o en el más elevado. El
autoengaño es una forma de escapar de la oquedad del «yo». Las cosas a las que
estamos apegados, la propiedad, la gente, las ideas, se vuelven sumamente
importantes, porque sin las muchas cosas con que llena su vacuidad, el «yo» no
existe. El miedo a no ser contribuye a la posesión; y el miedo engendra
ilusión, esclavitud a las conclusiones. Las conclusiones, materiales o ideales,
impiden que fructifique la inteligencia, la libertad; y sólo en libertad puede
tener existencia lo real. Sin esta libertad, la astucia es tomada por
inteligencia. Las formas que adopta la astucia son siempre complejas y
destructivas. Esta astucia autoprotectora es la que contribuye al apego; y
cuando el apego causa sufrimiento, es esta misma astucia la que busca el
desapego y encuentra placer en el orgullo y la vanidad del renunciamiento. La
comprensión de las formas de la astucia de las modalidades del «yo», es el
principio de la inteligencia.
… Ningún idealismo, ningún sistema ni patrón
de especie alguna, puede ayudarnos a desenmarañar los profundos procesos de la
mente; por el contrario, cualquier fórmula o conclusión nos hará más difícil su
descubrimiento. La persecución de lo que debe ser, el apego a los principios, a
los ideales, el establecimiento de una meta, todo esto conduce a muchas
ilusiones. Si hemos de conocernos a nosotros mismos, tiene que haber cierta
espontaneidad, libertad de observación, y esto no es posible cuando la mente
está encerrada en lo superficial, en los idealistas o materialistas.”
J. Krishnamurti
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