"La búsqueda de poder, de posición, la autoridad, la ambición y demás,
son formas del «yo» en todas sus diferentes expresiones. Pero lo que importa es
comprender el «yo», y estoy seguro de que todos estamos convencidos de eso. Si
me permiten agregar algo aquí, seamos serios con respecto a esta cuestión; si
ustedes y quien les habla, como individuos, no como un grupo de personas que
pertenecen a clases sociales, a ciertas sociedades, a determinadas divisiones
climáticas, podemos comprender esto y actuar sobre ello, yo siento que habrá
una verdadera revolución. Tan pronto eso se vuelve universal y se organiza
mejor, el «yo» se refugia ahí; mientras que si ustedes y yo, como individuos,
podemos amar, podemos llevar a cabo esto de manera efectiva en nuestra vida
cotidiana, entonces surgirá a la existencia esa revolución que es tan
fundamental.
… ¿Saben ustedes qué entiendo por el «yo»? Entiendo por el «yo» la idea, el recuerdo, la conclusión, la experiencia, las diversas formas de las intenciones, tanto las que se pueden nombrar como las innombrables, el esfuerzo consciente de ser o de no ser esto o aquello, la memoria acumulada del inconsciente: lo racial, el grupo, el individuo, el clan, y la totalidad de ello, ya sea proyectado exteriormente en la acción o proyectado espiritualmente como virtud; el esforzarse tras todo esto es el «yo». Ello incluye la competencia, el deseo de ser. Ese proceso íntegro es el «yo»; y cuando nos enfrentamos con él, sabemos realmente que es algo maligno. Uso la palabra maligno intencionalmente, porque el «yo» es divisivo; el «yo» lo encierra a uno en sí mismo; sus actividades, por nobles que sean, separan y aíslan. Sabemos todo esto. También sabemos cuán extraordinarios son los momentos en que el «yo» se halla ausente, en que no hay sentido alguno de esfuerzo; ello ocurre cuando hay amor.
… ¿Saben ustedes qué entiendo por el «yo»? Entiendo por el «yo» la idea, el recuerdo, la conclusión, la experiencia, las diversas formas de las intenciones, tanto las que se pueden nombrar como las innombrables, el esfuerzo consciente de ser o de no ser esto o aquello, la memoria acumulada del inconsciente: lo racial, el grupo, el individuo, el clan, y la totalidad de ello, ya sea proyectado exteriormente en la acción o proyectado espiritualmente como virtud; el esforzarse tras todo esto es el «yo». Ello incluye la competencia, el deseo de ser. Ese proceso íntegro es el «yo»; y cuando nos enfrentamos con él, sabemos realmente que es algo maligno. Uso la palabra maligno intencionalmente, porque el «yo» es divisivo; el «yo» lo encierra a uno en sí mismo; sus actividades, por nobles que sean, separan y aíslan. Sabemos todo esto. También sabemos cuán extraordinarios son los momentos en que el «yo» se halla ausente, en que no hay sentido alguno de esfuerzo; ello ocurre cuando hay amor.
… El yo se esconde de muchas maneras, en cualquier
rincón. El yo puede esconderse en la compasión, en irse a vivir a la India para
cuidar de los pobres, porque entonces el yo se vincula a cierta idea, a una fe,
a una conclusión, a una creencia. El yo posee muchas máscaras: la máscara de la
meditación, la máscara de lograr lo más elevado, la máscara de estar iluminado
y creer saber de lo que se está hablando. Todas esas preocupaciones por la
humanidad son también otra máscara. Por tanto, uno ha de tener un cerebro
extraordinario, sutil y rápido para ver dónde se esconden las máscaras. Se
requiere una gran atención, mucha, muchísima observación.
… El yo está hecho de los propios deseos, codicias,
ambiciones, motivos, envidias, y de las creencias a que se aferra la mente. Y
es, por cierto, esencial conocer todo ese proceso, consciente tanto como
inconsciente, antes de que pueda uno descubrir nada nuevo. Y, sin embargo, no
nos interesa eso. No nos interesa el autoconocimiento, el conocer las
modalidades de nuestras propias mentes. Por el contrario, siempre estamos
escapando de eso, e imponiendo a la mente ciertas normas, con arreglo a las
cuales tratamos de vivir.
… Lo que debemos reconocer es que no sólo estamos
condicionados por el entorno, sino que somos el entorno, no existimos aparte de
él. Nuestros pensamientos y respuestas están condicionados por los valores que
la sociedad, de la que formamos parte, nos ha impuesto. Nunca vemos que somos
la totalidad del entorno, porque en nosotros hay varias entidades, todas ellas
evolucionando alrededor del yo, del ego. El ego está compuesto de estas
entidades, las cuales sólo son deseos en distintas formas. De esta conglomeración
de deseos surge la figura central, el pensador, la voluntad del "yo"
y de lo "mío", y de esa forma se establece una división entre el ego
y el no-ego, entre el yo y el entorno o sociedad. Esta separación es el inicio
del conflicto interno y externo. Darse cuenta de todo este proceso, tanto del
consciente como del oculto, es meditación; y a través de esta meditación, el
ego, con sus deseos y conflictos, es trascendido. El autoconocimiento es
necesario, si uno va a liberarse de las influencias y valores que cobijan al
ego; y sólo en esta libertad hay creación, verdad, Dios o lo que se les antoje.
… Desde luego que el principio de la sabiduría es el
conocimiento de sí mismo. Sin conocer nuestro yo, el cual es una entidad muy
compleja, todo pensar tiene muy escaso sentido. Si la mente no conoce sus
propios prejuicios, vanidades, temores, ambiciones, codicias, ¿cómo podrá ser capaz
de descubrir lo que es verdadero? Lo único que puede hacer es especular sobre
qué es verdad, tener creencias, dogmas, ponerse restricciones, pensar
mecánicamente, seguir la tradición y crear por ello cada vez más y más
problemas. Por consiguiente, lo importante es comprender los hábitos del yo; y
comprender el yo no es cambiarlo, ni negarlo o dominarlo, sino observarlo. Si
quiero comprender algo, no puedo condenarlo, ¿verdad? Si quiero comprender a un
niño, no debo condenarlo ni compararlo con otro chico; tengo que estudiarlo,
observarlo, darme cuenta de todos sus hábitos.
… Ante la majestad de
las grandes rocas y de los hermosos valles y ríos, en ese momento, el yo está
ausente. Así, la montaña ha alejado al yo, tal como el juguete aquieta al niño.
Esa montaña, ese río, la profundidad de los valles azules, disipan por un
segundo todos nuestros problemas, nuestras vanidades y afanes. Entonces
decimos: “¡Qué bello es eso!” ¿Pero existe la belleza sin que uno esté absorto
por cosa alguna? O sea, la belleza está donde no está el yo."J. Krishnamurti