“… Vivimos en un mundo
de incomprensión. Se dice una cosa y usted la interpreta de acuerdo con su
trasfondo, con sus deseos, con su compleja naturaleza, y así se crean conceptos
falsos. Esta división entre un hecho y la forma en que usted lo interpreta, lleva
a la desavenencia. Y ese asunto que vamos a examinar en la mañana de hoy es
necesariamente complejo; sin embargo, tiene que expresarse en palabras. Las
palabras tienen una forma y un contenido, tanto para usted como para el que
habla; y si esa forma y contenido no están muy claros en la mente de ambos,
habrá desavenencia y usted puede vivir en un mundo suyo, lejos de lo que se
está diciendo.
Tenemos, por lo tanto,
que ser muy claros al comunicarnos unos con otros, cómo escuchamos la palabra y
la imagen que el signo crea en nuestra mente. Después de todo, uno usa palabras
para comunicarse, y si el contenido, la imagen, la forma de la palabra, no son
muy claros para nosotros, entonces vivimos en mundos separados. Cada uno la
entiende a su manera, lo que puede, o no, ser incomprensión. Así pues, las
palabras llegan a ser extraordinariamente peligrosas, a menos que las usemos
sin motivo alguno, como cuando meramente se le dice a usted que el árbol es
verde, que el día es hermoso. Pero cuando yo digo: «he tenido la más
maravillosa experiencia de la realidad», la intención y el motivo entonces es
despertar envidia en usted: «yo la he tenido, usted no; he poseído esta cosa
tan valiosa que usted también debe poseer». En este caso, mi motivo es suscitar
su envidia, su agresividad, y de este modo tal vez me siga usted o me ponga en
un pedestal. Esto está ocurriendo continuamente a nuestro alrededor. Alguien
dice: «he llegado a la realidad de Dios», o bien, «he tenido la suprema
experiencia». Esto se dice con el motivo (como es evidente, porque de lo
contrario no lo diría) de despertar una envidia agresiva en usted. De manera
que ambos, el que dice que ha tenido la más maravillosa experiencia y usted,
que codicia alcanzarla, viven en un mundo de incomprensión; entonces no es
posible comunicarse. Esto está bastante claro.
Del mismo modo, no es
posible que su mente esté muy serena si tiene intención o motivo alguno; cuando
usted camina por los bosques a solas, entonces no hay palabra, no hay dicho, no
hay «observador», con toda la compleja naturaleza de su condicionamiento, sus
exigencias, su envidia, su deseo de oprimir y explotar, y todo eso. Se limita a
estar allí, caminando tranquilo, sin pensar en sí mismo. No hay «observador», y
por ello está totalmente en relación con todo lo que le rodea. En eso no hay
separatividad ni división, ni juicio, sino una completa unidad, que tal vez
pueda llamarse amor.
No hay diferencia
esencial entre el viejo y el joven, pues ambos son esclavos de sus propios
deseos y placeres. La madurez no es cuestión de edad, viene con la comprensión.
El espíritu ardiente de investigación se encuentra tal vez más fácilmente en
los jóvenes, porque los viejos han sido ya vapuleados por la vida, gastados por
los conflictos, y solo les espera la muerte en una u otra forma. Esto no
significa que no sean capaces de hacer investigaciones, con un propósito, sino
que estas cosas les ocasionan más dificultad.
… Una de las principales causas de odio y lucha es la creencia de
que una raza o clase particular es superior a otra. El niño no tiene conciencia
de raza ni de clase. Es el hogar o el ambiente escolar, o ambos, los que le
hacen sentirse inclinado a la separatividad. Al niño no le importa que su
compañero de juego sea negro, judío o brahmán u otra cosa; pero la influencia
de la total estructura social está constantemente influyendo en su mente,
afectándolo y modelándolo.
Aquí, una vez más el
problema no está en el niño, sino en los adultos, que han creado un ambiente
absurdo de separación y falsos valores.
¿Qué base real existe
para establecer diferencias entre los seres humanos? Nuestros cuerpos pueden
ser diferentes en estructura y color, nuestros rostros pueden ser distintos,
pero dentro de nosotros somos bastante parecidos: orgullosos, ambiciosos,
envidiosos, violentos, sexuales, anhelosos de poder, y así sucesivamente.
Quitémonos el rótulo y quedaremos bien desnudos; pero no queremos enfrentarnos
a nuestra desnudez y es por eso que insistimos en la etiqueta, lo cual indica
cuán inmaduros y cuán infantiles realmente somos.
Para que el niño crezca
libre de prejuicios, tenemos primero que destruir todo prejuicio dentro de
nosotros y luego los de nuestro ambiente, lo cual significa destruir
completamente la estructura de esta sociedad insensata que hemos formado. En el
hogar podemos decirle al niño qué absurdo es estar consciente de la clase o
raza a que uno pertenece, y él convendrá probablemente con nosotros; pero
cuando va a la escuela y juega con otros niños, se contamina del espíritu separatista.
O puede suceder lo contrario, el hogar puede ser tradicional, de criterio
estrecho, y la influencia de la escuela puede ser liberal. De cualquier manera,
siempre hay una constante batalla entre el ambiente del hogar y el de la
escuela, y el niño se encuentra cogido entre las dos influencias.
Para criar al niño
cuerdamente, para ayudarlo a ser perceptivo, de modo que capte estos estúpidos
prejuicios, tenemos que estar en íntimo contacto con él. Tenemos que hablar con
él de estas cosas, y dejarlo que escuche conversaciones inteligentes; tenemos
que avivarle el espíritu de investigación y de rebeldía que ya existen en él,
para así ayudarle a descubrir por sí mismo lo que es verdadero y lo que es
falso.
… La mayor parte de
nosotros perseguimos la seguridad y el éxito; y una mente que busca la
seguridad, que ansía el triunfo, no es inteligente y es por lo tanto incapaz de
la acción integrada. Sólo puede haber acción integral si uno comprende su
propio condicionamiento, sus prejuicios raciales, nacionales, políticos y
religiosos; es decir, si uno se da cuenta de que las modalidades del “yo”
tienden siempre a la separatividad.
… Es necesaria la sencillez de mente, pero la sencillez no significa tosquedad. No debemos desdeñar, sino utilizar los resultados del progreso y de la evolución”.
J. Krishnamurti